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El vientre del lobo

[un cuento oscuro]

Contratapa

Una voz distingue los poemas de El vientre del lobo: alta, determinante, dramática. Esa voz resuena más que en la versión suavizada de los hermanos Grimm, en el relato oral de Caperucita y el Lobo que originalmente confrontó la inocencia infantil con lo siniestro de un modo descarnado, despojado de ternura. Para advertir a las niñas sobre el peligro letal que acecha en lo desconocido, la propia familia se vuelve transmisora del horror, construyendo con su interdicción el deseo. Dice Melisa Mauriño en el primer poema del libro: “Yo me repliego en mi carne/ embrionaria, carente de historia/ y escribo un cuento de los que se atreven/ a contar sin pelos en la lengua/ lo que no se puede decir/ lo que está prohibido”. Si Charles Perrault, antes que los Grimm había llevado al papel este cuento infantil describiendo las entrañas extirpadas de la abuelita, Melisa Mauriño sigue su derrotero expositivo, pero sacando de su escondite a un corazón que revive ante el contacto con otro cuerpo distinto al propio: “Llevo mi corazón en la mano,/ es una lámpara caliente”, escribió. El lenguaje se sexualiza en estos poemas donde de pronto asoma la influencia de Marosa Di Giorgio en la exuberancia y el erotismo de ciertas imágenes de la naturaleza. Y también, en este coro de voces que alimentan la de Mauriño, se hacen oír el padre de los arquetipos, Gustav Jung, o a la condesa de la poesía argentina, la experta en siniestros, Alejandra Pizarnik: “¿Cómo sería la sombra/ de mi sombra si existiera?”, se pregunta la autora y asegura: “Mi sombra/ es la sombra del lobo”. Es en la conciencia de que ese peligro que está afuera también habita dentro de ella misma, que Caperucita da con la llave para dejar de ser hablada y contar, por fin, la otra historia.

 

Paula Jiménez España

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